La imagen elegante e imponente del capo más famoso del cine ha trascendido a un escalafón de culto en el imaginario popular.
Escrito por Mateo López Veiga
Desde los orígenes del cine, con las primeras proyecciones de los Lumière, o la magia visual que George Méliès hizo tangible, hasta las gravosas producciones actuales de Hollywood que masifican la actividad del streaming– en detrimento de las salas de cine- han pasado por la pantalla personajes formidables, mitificados y recordados como leyendas, que ahora forman parte de la iconografía cultural popular. Sin embargo, si hay que destacar uno por encima de los demás, resulta inevitable no tener presente la temible y tan respetable figura de Vito Corleone, el capo más ilustre de la historia del cine. Su característica voz quebrada y avejentada, la mandíbula ligeramente torcida a la derecha, y la magnífica interpretación de Marlon Brando convirtieron al patriarca de los Corleone en objeto de admiración y análisis profundo, entre críticos y fanáticos. Pero la gran pregunta es: ¿Por qué Vito Corleone se volvió icónico?.
Los primeros diez minutos de El Padrino constituyen una oda a la elegancia, las tradiciones de la mafia, y al séptimo arte, además de ser un fiel reflejo del valor de las deudas de honor. La solemnidad con la que Vito Corleone atiende a la petición desesperada del Señor Bonasera, funerario de profesión, que busca justicia para su hija después de ser desfigurada por un «amigo», se adueña por completo del acto. No sólo la sutilidad de sus movimientos y su semblante serio caracterizan la negociación entre antiguos amigos. La consigna fundamental de Vito del pago de la justicia que demanda Bonasera con su lealtad y no con dinero, define los valores básicos por los que se rige el patriarca de los Corleone. Y es que el don es un hombre de familia, un estricto seguidor de la fidelidad a los suyos, un individuo que aprecio los principios intangibles del honor y la amistad. Tras la coraza impasible y la crueldad pragmática que le otorga una apariencia inquebrantable, se esconde un mundo emocional y afectivo sorprendente, que se ve reflejado en la desgarradora escena en la que un Vito Corleone convaleciente de su intento de asesinato, le pide a Bonasera que utilice todas sus habilidades para maquillar a su hijo fallecido Sonny, irreconocible por todas las balas que recibió durante la emboscada que le tendieron los hombres de Barzini. Otra escena donde la película nos ofrece el lado más familiar de Vito nos sirvió como antesala de su muerte, pasando sus últimos momentos de vida jugando con su nieto en el jardín de su residencia.
La principal razón por la que, como espectadores, perpetuamos a un personaje ficticio como un símbolo superviviente a las exigencias del tiempo, depende en gran medida de la simpatía que nos despierte, o el desagrado rotundo que nos evoque. Sería inaudito congeniar con la manera de proceder de la mafia. Al fin y al cabo, es un colectivo que opera fuera de la ley para ganar dinero, a costa de la vida de miles de personas. Sin embargo, el arrollador carisma que desprende el Vito Corleone de Marlon Brando (Robert De Niro no llegó a encarnar la esencia del mafioso en El Padrino 2 con tanto éxito), y la rectitud que demuestra, en un contexto donde el código moral es más que cuestionable, consiguen hacernos olvidar que es el jefe más temido entre las cinco familias de Nueva York, que ha llegado hasta dónde ha llegado porque era implacable. Pero no podemos descuidar el hecho de que todos lo respetan por un motivo de calad. A pesar de todo, es un hombre procura conserva su honor en un mundo de mercenarios, y que valora la lealtad o la amistad como premisas obligatorias en el negocio.
Lo cierto es que, durante el tiempo en que Vito está en el hospital, nuestra reacción natural es velar porque se recupere. No queremos que muera tan pronto. No podemos permitirnos perder al exponente más valioso de la película a la media hora. Nos quedamos aliviados cuando regresa a casa, aún postrado en la cama, pero fuera de riesgo mortal, por las heridas o por la amenaza de algún matón de Sorozzo. Cuando muere Sonny, no nos compadecemos del padrino, destrozado por la muerte de su hijo mayor, desde una distancia emocional prudente. Al contrario, lamentamos su pérdida como iguales, sufrimos como si Sonny también fuera nuestro hijo, porque simpatizamos desde la primeros minutos del largometraje con Vito Corleone. Se gana nuestra lealtad, como admiradores de su mito, en el momento en el que nos concede el favor de su existencia, con la condición implícita de que, algún día, tendríamos que devolvérselo. Y nosotros, amantes de la excelencia, devolvimos el favor convirtiéndolo en un icono atemporal.