Escrito por Juan Antonio Granados
Noticia del fallecimiento de Auster, el mago de Brooklyn, marino por un tiempo y contador de historias de por vida. Recuerdo perfectamente que conocí su obra muy prematuramente, a través de una desternillante colección de historias de la radio que Anagrama había publicado bajo el nombre: Creía que mi padre era Dios. Aquello venía a cuento de la confesión de un oyente que, en compañía de su padre, había presenciado un desfile del Ku-Klux-Klan en su población del medio oeste norteamericano. El padre, nada partidario de las soflamas de aquellos sujetos, había exclamado “ojalá caigas fulminado”, al instante siguiente a uno de aquellos tipos le cayó encima un rayo de verdad, sin que aparentemente existiese ninguna tormenta eléctrica por la zona, de ahí que el chico considerase que su padre era el verdadero “Dios del Sinaí” hecho carne.
Por historias como éstas comencé a seguir a Paul Auster, que, al fin, se convirtió en el elegante dueño de las palabras exactas que hoy todos conocemos y ya añoramos. Su mayor virtud, el dominio de lo que importa en la vida y que a todos nos atañe: la infancia, la relación con tus padres, el amor en sus diferentes facetas y, desde luego, la compasión y hasta el afecto por la debilidad humana. ¿Cómo olvidar aquellas palabras de introito de su Diario de invierno? Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro. También y siempre el amor, es difícil encontrar siquiera a alguien parecido a la hora de describir la verdadera pasión: Hicimos el amor durante varias horas en la decreciente luz vespertina del apartamento de Zimmer. Sin duda, fue una de las cosas más memorables que me han sucedido nunca y creo que al final estaba completamente transformado por la experiencia. No estoy hablando solamente de sexualidad ni de las permutaciones del deseo, sino de un espectacular derrumbe de muros interiores, de un terremoto en el corazón de mi soledad. (El palacio de la Luna). “Permutaciones del deseo”, é ahí el hallazgo literario, al fin, para Auster todo lo que nos ocurre es perfectamente aleatorio, serpenteante; en última instancia, una vida no es mas que la suma de hechos contingentes e intersecciones casuales. Y, no obstante, eso no impide que sepamos ciertas cosas gracias al uso reflexivo de la memoria y los sentimientos. Que sepamos, por ejemplo, descubrir el mal en algunos semejantes, señalarlo e huir de él lo antes posible Asi, en un simple pasaje de Brooklyn Follies, Auster nos desvela en un par de trazos la verdadera realidad psíquica de quien ha de soportar el maltrato: —Todo ha sido culpa mía —empezó—. Hace tiempo que lo veía venir, pero estaba demasiado débil para hacer frente a la situación, demasiado nerviosa para defenderme. Eso es lo que pasa cuando crees que el otro es mejor que tú. Dejas de pensar por ti misma, y cuando te quieres enterar ya no eres dueña de tu vida. Ni siquiera te das cuenta, tío Nat, pero entonces ya estás jodida. Verdaderamente jodida…”. “Eso es lo que pasa cuando crees que el otro es mejor que tú”, ¿Quién no ha contemplado impotente una situación así en su entorno? El valor literario de Auster es ser capaz de apreciarlo y contarlo con certera exactitud.
Con Auster me ocurre lo que con Dylan, o Escohotado o Borges; personas que se activan en un orden superior del conocimiento que llamamos clarividencia, dueños de la interpretación del corazón humano. Decía Auster: Escribir, en cierto sentido, es una actividad que me ayuda a aliviar la tensión de esos secretos sepultados, de eso se trata, pues: Nuestros corazones saben lo que está en ellos, incluso si nuestras bocas permanecen calladas. Por esto y por cosas como esta, yo también creía que Paul Auster era Dios y que no debería morir jamás.